Jesús
estaba predicando en la sinagoga de su pueblo, donde las personas le
conocían, donde estaban ciertamente sus parientes, sus vecinos, su
amigos, sus compañeros ... y allí él percibió que aunque había una
cierta admiración hacia él, al mismo tiempo había una fuerte
desconfianza. Aquellos que siempre lo vieron desde pequeñito, no eran
capaces de creer que él era el Mesías, enviado por Dios.
Este
es un hecho muy real y común en nuestras vidas: no damos mucho valor a
quienes tenemos muy cerca. «Ningún profeta es bien recibido en su
patria.»
Por
ejemplo, preferimos dar más valor a lo que dicen los extraños, de que a
lo que dicen nuestros padres, o personas cercanas. Creemos que son
mejores las cosas importadas, y dejamos de lado lo que es hecho por
nuestra gente. Valorizamos los talentos de los desconocidos, elogiamos
su voz, reconocemos su inteligencia, su competencia, pero los talentos
de las personas que están a nuestro alrededor muchas veces ni nos damos
cuenta que existen.
¿Quién
de nosotros ya no se sintió dejado de lado exactamente por aquellos que
deberían ser los más cercanos? Pero ciertamente también todos nosotros
ya hicimos la misma cosa con los demás. El problema es que cuando somos
nosotros que despreciamos nuestros cercanos, ni nos damos cuenta, sin
embargo, cuando sufrimos la indiferencia o el menosprecio de parte de
ellos, entonces nos duele muchísimo, y nos creemos la grande victima de
la historia.
Tengo
la impresión que a la raíz de este problema, está nuestro egoísmo y
nuestra inseguridad. Por lo general, las personas que nos son cercanas
son percibidas por nosotros como una especie de amenaza, pues vivimos en
una constante “secreta” competición. En el ambiente familiar, por
ejemplo, los hijos buscan siempre conquistar su propio espacio, y por
eso contradicen a los padres, y se rebelan... los padres quieren hacer
valer su autoridad ciegamente pues, a veces, se sienten amenazados por
los hijos que van creciendo, que se instruyen y en algunas cosas llegan a
superarlos. Entre los esposos existe una cierta disputa para ver quién
decide, quien paga, quien es el más amado, quien es el más importante.
Entre los hermanos desde muy pequeñitos, con los celos, se empieza a
disputar la atención, el cariño, y cada uno intenta de todos los modos
ser el predilecto. Lo mismo entre los compañeros de escuela, de trabajo,
de asociación deportiva, del grupo de la iglesia y hasta entre amigos.
Esto
se manifiesta, por ejemplo, en la facilidad que tenemos en reconocer
los errores de los demás. Pueden hacer 100 cosas muy buenas, que ni nos
damos cuenta, pero una que le salga mal ya nos salta a los ojos y hasta
parece que nos hace bien decirlo, y parece que nos consuela y conforta
el criticar los equívocos ajenos. Hacer un elogio a una persona con
quien convivimos exige un alto grado de humildad y mucha madurez, pues
significa colocar a la luz la capacidad del otro. Evitar de hacer una
crítica exige también una gran humildad y madurez, pues en general
nuestra crítica, no quiere tanto ayudar el otro a mejorar, sino que
solamente puntualizar su equivoco. Queremos, en general, ensuciar la
imagen de quien criticamos, pensando que así nosotros pareceremos
mejores.
Tal
vez hasta podamos pensar que esta competencia, aunque a veces muy
sutil, sea un hecho verificable en todas las relaciones humanas cuando
compartimos un espacio común. Hasta mismo, entre los discípulos de
Jesús, hubo estos conflictos (Mc 10, 35-41). Tener conciencia de esto
nos ayuda a, por un lado a perdonar con mayor
facilidad cuando lo sufrimos, y por otro, intentar frenarnos cuando
nuestras críticas o nuestro desprecio nacen del miedo de reconocer en el
otro, alguien que me supera en algo.
Para todos
nosotros es mucho más fácil reconocer el bien, los valores, los
talentos... en aquellos que están lejos de nosotros y no nos constituyen
una amenaza. Aceptar un consejo, reconocer la razón, atender a las
indicaciones, hacer un elogio a alguien con quien comparto la vida
cotidiana es un gesto que exige adueñarse de sí mismo, y superar al
menos en algún sentido, la tal competencia, para hacer crecer el
espíritu de fraternidad.
Algo
semejante sucedió con Jesús, después de proclamar su misión en su
pueblo, la gente al principio estaba admirada, pero luego empezaron las
criticas, las desconfianzas, el decir: “a este yo le conozco desde
pequeñito ¿qué es lo que ahora nos quiere enseñar?!” Y querían matar a
Jesús, querían paralizarlo. Querían impedirlo de continuar su camino de
crecimiento. Con todo, Jesús no se dejó vencer; al contrario, “pasando en medio de ellos, siguió su camino.”
También
nosotros debemos aprender con Jesús cómo comportarnos delante de
aquellos que nos quieren hacer el mal. Delante de aquellos que con sus
criticas o calumnias, movidos por los celos, la envidia, o la
inseguridad, nos quieren llevar al barranco del desanimo, del odio, de
la frustración para destrozarnos, debemos con serenidad y comprensión,
perdonar y pasando entre ellos, seguir adelante como hizo Jesús. Y sobre
todo, evitar hacer lo mismo con los demás. Debemos estar siempre
atentos, pues muchas veces, somos nosotros quienes buscamos conducir a
nuestros hermanos, amigos y colegas... al barranco de la destrucción, a
veces hasta disfrazados de quien quiere solo el bien.
El Señor te bendiga y te guarde,
El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
El Señor vuelva su mirada cariñosa y te de la PAZ.
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